José Iván Guerrero G. Psicólogo Clínico
Publicado en la revista indexada “Cuadernos de Criminología” de la Universidad de Panamá, 2007
La historia de Caín y Abel, es la primera prueba documentada de agresividad humana. Refleja la existencia temprana, de una condición que aún la ciencia intenta explicar, sin llegar a una respuesta definitiva. ¿Por qué se tornan agresivas las personas? Históricamente, esta pregunta se ha tratado de responder desde diversos ángulos, según la capacidad y creatividad humana. Los pueblos primitivos hablaban de la influencia de dioses y espíritus malignos; los filósofos griegos, se referían a los efectos del alma o “sustancia etérea” en la personalidad, o la atribuían a los efectos de la “bilis negra o roja”. Las explicaciones populares, aún en la actualidad, sugieren la influencia de hechizos o simple “malcriadez”.
Con la aparición del método científico y la formalización de la psicología como ciencia en 1879, el tema de la agresividad pasó a ser una de sus cuestiones fundamentales. Las primeras referencias teóricas las encontramos en los trabajos de Jung en 1905, pero aún estas explicaciones, desde el plano científico, no lograron finiquitar las interrogantes que se tenían sobre la agresividad. Por el contrario, lo que hicieron fue encender una fuerte controversia con pensadores de otros enfoques teóricos como el conductismo, el cognitivismo y el modelo bioquímico; pugna ésta que se mantuvo viva hasta hace algunas décadas.
En este artículo revisaremos brevemente la postura de estos modelos teóricos respecto a la agresividad y cómo, en los últimos años, han pasado de una posición antagónica y casi irreconciliable entre sí, a integrar lo aportado por cada uno, a un nuevo modelo que explica la agresividad en forma más amplia y pragmática.
¿Qué es la agresividad?
La agresividad se refiere a la frecuencia y al grado de agresión con que un individuo responde a las situaciones internas de él mismo, tales como pensamientos, recuerdos, ideas, etc.; o a las provenientes del entorno, tales como la amenaza de otra persona o la ocurrencia de una situación inesperada. Suele decirse “agresiva” a la persona que responde frecuentemente con agresión, y “pasiva” a la que usualmente no lo hace. Sin embargo, sobre el calificativo de “agresivo” hay que hacer algunas precisiones, pues existe una diferencia conceptual entre “persona agresiva” y “respuesta agresiva”.
La persona agresiva
La “persona agresiva” despliega conductas agresivas en la generalidad de los contextos donde se desenvuelve, sin que medie una causa aparente para comportarse en esa forma. Es decir, el comportamiento agresivo forma parte de su estructura de carácter y es la respuesta “más a mano” que tiene el sujeto, para responder a la mayoría de las situaciones. Esto implica que hay una larga historia de comportamiento agresivo. La familia dice de él: “es así desde chiquito”. Por lo general, esta forma de actuar obedece a deficiencias en la crianza, a la presencia temprana de modelos de conducta inadecuados, a situaciones de abuso infantil o, con bastante regularidad, a la presencia de lesiones cerebrales o desarreglos hormonales. La “persona agresiva” es el típico pendenciero, que busca activamente agredir a los demás o provocar situaciones en las que debe responder con agresividad. De hecho, una persona agresiva es una persona con una patología del carácter.
La respuesta agresiva
La “respuesta agresiva” puede provenir de una persona normal, no agresiva, cuyo comportamiento es circunstancial y se despliega en forma defensiva. Este comportamiento no forma parte de su estructura de carácter por lo que la respuesta agresiva no se generaliza a todos los contextos. Las personas suelen decir: “él no es así”. Generalmente se puede identificar ante qué situaciones responde con agresividad o bien, a partir de qué momento comenzó a ser agresivo. La madre dice: “el niño comenzó a portarse de esa forma desde que el papá se fue de la casa”, o bien: “él se pone agresivo cuando tiene que visitar al tío”.
Clases de agresión
Tanto en la persona agresiva como en la respuesta agresiva, lo que se descarga es agresión. La conducta agresiva en una persona agresiva o en una respuesta agresiva, puede ser directa, si se ejerce en forma explícita, o indirecta, si se ejerce en forma encubierta. A esta última modalidad también se le denomina “agresión pasiva”, y consiste en dirigir a la persona objetivo, conductas con un alto contenido agresivo, hábilmente encubierto, que dan la apariencia a la conducta, como de algo inofensivo. Por lo general, el agresor pasivo sabe cómo “sacar de casilla” a la víctima sin que dé la apariencia de que lo está agrediendo. Por ejemplo, el clic constante de un corta uñas en el silencio de una conferencia, puede ser un modo de agredir pasivamente al expositor o al público.
Por otra parte, la agresión es verbal, si se hace mediante la palabra, y física, si se emplean armas, objetos o partes del cuerpo para agredir. No debe confundirse esta clasificación con una aparecida recientemente, que hace referencia a la zona de la víctima hacia la cual se dirige la agresión, por ejemplo, agresión sexual, psicológica o económica.
¿Qué es la agresión?
El concepto de la agresión ha sido el núcleo central de las diferencias teóricas. Varía según el enfoque desde el que se conceptualiza que, básicamente son tres: las teorías químicas, las teorías dinámicas, y las teorías conductistas. Las teorías químicas señalan que son las hormonas, las responsables de que ocurra el acto agresivo. Las teorías dinámicas señalan que el acto agresivo es el resultado de la activación de un impulso denominado “agresión”, el cual está determinado biológicamente, en todos los seres vivos. Y por último, las teorías conductistas señalan que el acto agresivo se origina como consecuencia de un estímulo exterior al individuo, es decir, por la influencia del ambiente.
Hasta hace unos años, estas diferencias se trataron como tal, produciendo discusiones estériles entre teóricos de los diferentes modelos y poca utilidad de las teorías en el tratamiento de la agresividad. Sin embargo, la tendencia más reciente es integrar lo propuesto por todos los modelos, concibiendo que todo acto agresivo es el resultado de una secuencia de acontecimientos que ocurren tanto dentro como fuera del sujeto agresor (Goldstein y Keller, 1991). Se entiende como agresión, aquella conducta intencional, cuyo propósito es provocar daño físico o emocional a las personas u objetos, incluido uno mismo. Esta secuencia se inicia con el estímulo o señal, aporte de las teorías conductistas. Generalmente el estímulo es un objeto o situación externa, por ejemplo, una ralladura en nuestro nuevo auto, o un gesto realizado por alguien frente a nosotros; o situaciones internas tales como pensamientos, recuerdos, experiencias o ideas.
El segundo elemento de la secuencia es el proceso cognitivo de interpretación, aporte de las teorías dinámicas. Interpretar es asignarle un valor a algo, y la forma en que se interpreta, depende enteramente del contexto cultural en el que uno se desenvuelve, de las propias convicciones y de las experiencias pasadas (Bornas y Servera, 1997). Por regla general, los estímulos que adquieren un valor desencadenante de la agresión, son aquéllos que interpretamos como amenazantes. En este sentido, quizás deberíamos decir que, primero existe la interpretación, y después el estímulo.
El tercer elemento de la secuencia es el impulso, que también es un aporte de las teorías dinámicas. El impulso surge una vez hayamos interpretado una situación como amenazante. Para los teóricos del psicoanálisis, a este impulso en concreto, que aparece inmerso dentro de la secuencia de una conducta agresiva, es al que debe denominarse agresión, para distinguirlo de otros impulsos tales como el miedo, la frustración o la ira. De hecho, no siempre que se está ante una situación interpretada como amenazante se responde con agresión.
El último elemento de la secuencia es lo que los teóricos denominan la respuesta bioquímica, aporte de las teorías químicas. Es decir, la activación de químicos naturales del organismo u hormonas, que actúan sobre el cerebro, preparando los mecanismos físicos para actuar la agresión (Mackal, 1983). Los efectos de la respuesta bioquímica los podemos observar, por ejemplo, en la tensión de los músculos, la aceleración del pulso, el ritmo cardíaco y la respiración; y los cambios en la expresión del rostro. Cabe señalar que la intensidad del acto agresivo depende totalmente del volumen de químico que actúa sobre el cerebro, y éste, a su vez, de la intensidad con que un estímulo ha sido interpretado como amenazante.
Diferencias en el tratamiento de la agresividad
Si bien, la agresión en una “respuesta agresiva” puede ser igual o peor que la agresión de una “persona agresiva”, la importancia de hacer esta distinción es que, sobre esa base, se determina cómo intervenir. En la “persona agresiva”, el tratamiento se centra fundamentalmente sobre la persona, para ayudarlo a modificar su estructura de carácter, o para corregir deficiencias biológicas. Estos tratamientos son complejos, e incluyen la posibilidad de administrar fármacos. Para este tipo de problemas no funcionan los remedios caseros ni los consejos. Únicamente responden al tratamiento especializado.
En cuanto al tratamiento de las personas con “respuesta agresiva”, debemos ser muy cautelosos. No en todos los casos se necesita un tratamiento como tal. Uno de esos casos es cuando la respuesta agresiva obedece a una amenaza real que pone en peligro la seguridad física o emocional del sujeto, por ejemplo, cuando una persona se defiende agresivamente del ataque de una pandilla. Intentar que una persona elimine totalmente la agresividad de su repertorio de conductas es peligroso. Clarizio (1981) explica que cierta dosis de agresividad es necesaria para que las personas podamos desarrollar en forma sana, nuestra personalidad, y yo añadiría que, a veces, para sobrevivir física y emocionalmente. En todo caso, si hubiese necesidad de tratamiento, sería para adecuar la respuesta agresiva a la situación o para ayudar al sujeto a manejar los efectos de la descarga agresiva sobre sí mismo.
Otro caso que debemos tomar en cuenta es que la respuesta agresiva, con mucha frecuencia, refleja la presencia de amenazas reales tales como abuso sexual, violencia familiar, intimidación, o problemas del desarrollo, sobre todo en niños y adolescentes, o en adultos que no tienen las habilidades personales para manejar estas situaciones difíciles. Las respuestas agresivas también pueden ser reflejo de depresión o celos parentales, en niños, o el efecto de medicamentos o drogas, en la generalidad de las personas. En todos estos casos, antes que un tratamiento de la agresividad, lo que se requiere es investigar si se trata de alguno de estos factores e intervenir sobre él. Al ser corregidos, la situación de agresividad desaparece de inmediato. Al igual que en el punto anterior, la necesidad de tratamiento sería para ayudar al sujeto a manejar los efectos de la descarga agresiva sobre sí mismo o los efectos que la situación ocasionó sobre su personalidad. Por ejemplo, en los casos de abuso sexual.
Los casos de respuesta agresiva que requieren tratamiento como tal, son aquellos que no se enmarcan en lo descrito con anterioridad. Generalmente se refieren a personas que no han desarrollado las suficientes habilidades personales y sociales para hacerle frente a situaciones de la vida cotidiana tales como el estrés, los conflictos, las presiones y las situaciones nuevas o desconocidas y, tal como señala Berkowitz (1996), cuando no se cuenta con estos recursos, es natural que las personas tiendan a responder con agresividad. En este caso, el tratamiento va dirigido a desarrollar estas habilidades.
El tratamiento de la agresividad
Para el tratamiento de la conducta agresiva, en términos generales, el psicólogo primero debe determinar sobre cuál de los elementos de la secuencia se debe actuar. Esta es una tarea complicada puesto que nos enfrentamos al dilema del huevo y la gallina. ¿Qué es lo que finalmente determina la conducta agresiva? ¿El químico, el impulso, la interpretación o el estímulo? Y es precisamente esta pregunta la que mantuvo el debate entre los diversos modelos teóricos que han aportado cada uno de los elementos de la secuencia, a saber, el modelo conductista con su teoría del estímulo-respuesta; el modelo cognitivo-conductual con su teoría de la reestructuración cognitiva; el modelo psicoanalítico con su teoría del impulso; y el modelo bioquímico con su teoría de las hormonas. En otras palabras, un psicólogo conductista diría que hay que actuar sobre los estímulos del ambiente; un psicólogo cognitivo diría que hay que actuar sobre los esquemas cognitivos; un psicólogo psicoanalítico diría que hay que actuar sobre los impulsos; y por último, un psiquiatra diría que hay que prescribir medicamentos para actuar sobre la estructura bioquímica del sujeto.
En mi experiencia clínica he podido observar que, a veces, la situación de agresividad está tan claramente definida por uno de los cuatro elementos en particular, que lo indicado es actuar inicialmente sobre él, sin entrar en mayores controversias teóricas. Un buen ejemplo es el de una persona agresiva por efectos de una droga. No hay duda que esa agresividad se debe intervenir, inicialmente, por medios bioquímicos, y si es necesario, posteriormente hacer otro tipo de intervención. La intervención farmacológica también es indicada de primera mano, cuando la situación de agresividad es extraordinariamente intensa, frecuente o peligrosa, o se presenta en sujetos con otros trastornos mentales graves como estados psicóticos, depresivos o ansiosos.
Un ejemplo diferente es cuando la agresividad se debe a la clara influencia de elementos externos tales como otras personas agresivas, publicidad o programas televisivos violentos, o la presencia de escenas reales de agresión en el hogar o en la calle. Los grupos más susceptibles a estas influencias son generalmente los niños y adolescentes o adultos con ciertas deficiencias intelectuales, pero de este modo, se convierten en el grupo más indicado para administrarle de primera mano, lo que los conductistas denominan modificación conductual, que consiste en la evitación o eliminación de modelos agresivos y la sustitución de las conductas agresivas por nuevas conductas no agresivas mediante el modelamiento y el moldeamiento.
En otros casos, las personas agresivas que no encajan en las descripciones anteriores, responden muy bien a tratamientos de primera mano, basados en lo que los cognitivistas denominan reestructuración cognitiva, que consiste en ayudar a las personas a cambiar los patrones de pensamiento e interpretación de los estímulos. En esta técnica, se lleva a la persona, primero, a reconocer los patrones de pensamiento que subyacen a la conducta agresiva; luego, a reconocer los perjuicios que la conducta agresiva le produce y los posibles nuevos patrones de pensamiento por los que pueden ser sustituidos; y por último, se ensayan poco a poco las nuevas conductas, en tanto se van recompensando en la medida que se van desplegando. Además de la reestructuración cognitiva, la técnica incluye sesiones para el desarrollo de habilidades sociales tales como la conversación, la resolución de conflictos, desarrollo de la autoestima y de la asertividad. Curiosamente, los cognitivistas señalan que las personas agresivas lo son, porque interpretan erróneamente muchos más estímulos como amenazantes, que las personas no agresivas. Por ejemplo, un guiño de ojos, que puede ser una señal en nada ofensiva, puede ser interpretado como tal, por una persona agresiva. Como consecuencia, responderá con agresividad a esa señal. La reestructuración cognitiva es muy eficaz en el trabajo con antisociales o con personas normales que responden agresivamente, puesto que, en ambos casos, generalmente la agresividad tiene mucho que ver con problemas culturales o deficiencias en las habilidades sociales.
En los tres enfoques descritos, el tratamiento se centra específicamente sobre la conducta agresiva, es decir, se trabaja sobre ella, en forma aislada. En el enfoque psicoanalítico, en cambio, aunque el objetivo sea disminuir la agresividad, el tratamiento es integral, porque se trabaja sobre el carácter de la persona para modificar sus estructuras, y no específicamente sobre la agresividad. Al trabajar sobre el carácter, no sólo cambia la agresividad sino gran parte de su estructura. Trabajar sobre el carácter significa profundizar sobre la historia del sujeto y sobre lo que en psicoanálisis se denomina inconsciente, que es la fuente primaria de todos los impulsos, patológicos y no patológicos. La técnica psicoanalítica pretende hacer consciente lo inconsciente, o sea, trabajar sobre lo sabido no pensado (Bollas, 1996), y a partir de allí, presentar al sujeto la oportunidad de cambio al entender el porqué de su conducta.
Los señalamientos hechos acerca de la indicación de los diferentes tipos de tratamiento no significan que sean excluyentes uno del otro. Los tratamientos cognitivos pueden coexistir con los conductistas y farmacológicos; o los psicoanalíticos con los farmacológicos y viceversa. De hecho, a veces es indicado llevar dos o tres tipos de tratamientos simultáneamente, sobre el mismo sujeto, dependiendo de los objetivos terapéuticos que se persigan. Dicho todo esto, espero haber dejado bien claro que el tratamiento de la agresión sólo es un asunto que se debe manejar por profesionales, principalmente porque los errores diagnósticos y terapéuticos pueden ocasionar mayores perjuicios en las personas que lo que inicialmente hubiera ocasionado la conducta agresiva por sí misma.
Tratamiento de la agresividad en ambientes carcelarios
La principal causa de las conductas agresivas en los ambientes carcelarios es el hacinamiento, término sobre el cual haremos algunas precisiones más adelante. Ya en los años ’60, el antropólogo norteamericano Edward Hall, había realizado numerosas investigaciones que confirman que cuando las personas comparten espacios reducidos, tienden a manifestar mayor número de conductas agresivas que las que comparten espacios amplios. De estas investigaciones surgió una curiosa ciencia a la que se le denominó “proxemia”, o sea, estudio de la proximidad o cercanía entre las personas.
Dentro de los descubrimientos de la proxemia, se puede señalar que todos los seres vivos, incluyendo el ser humano, delimitan su territorio individual o “espacio personal” mediante señales o signos espaciales, visuales, orales, temporales o químicos, que en resumen, constituyen una extensión psicológica de su organismo. El espacio que la persona utiliza al interactuar, tanto con objetos como con personas, informa muchos aspectos inherentes a su estatus, intereses, intenciones y características. Hall describió, al menos, cuatro zonas distintas en las que la mayor parte de los seres humanos interactuamos.
1. La zona o distancia íntima. Que constituye el área entre 0 y 45 cms. a partir del cuerpo de la persona, hacia fuera. Según Hall, esta área está reservada exclusivamente para las personas con quienes se tiene un nexo emocional, por ejemplo, los hijos o la pareja, a quienes uno permite un acceso poco o nada restringido sin sentir incomodidad. En cambio, la invasión no consentida, de esta área, por personas con las que no se tiene este nexo emocional, puede ocasionar desde incomodidad hasta verdaderas manifestaciones agresivas.
2. La zona o distancia personal. Comprende el área desde los 45 hasta los 120 cms. desde el cuerpo de la persona hacia fuera. Esta es una zona menos restringida, por consiguiente, la ubicación de una persona dentro de esta área, es sentida como menos invasiva. Es la distancia que por lo general se emplea en la interacción social con la mayor parte de nuestros conocidos, amistades y compañeros de trabajo.
3. La zona o distancia social. Comprende el área a partir de 120 cms. desde nuestro cuerpo, hasta los 360 cms. Es el área dentro de la que normalmente permitimos el acceso al común de las personas, con quienes no se tiene ningún tipo de nexo o relación, sin sentir incomodidad.
4. La zona o distancia pública. Que es el área que nos rodea, a partir de los 360 cms., y es la que utilizamos para relacionarnos con el resto de las personas, sin sentir incomodidad.
El concepto de “distancia” empleado por Hall, se refiere pues, a los límites máximos y mínimos en que una persona tolera la cercanía de otra persona sin sentir molestia o incomodidad. El área del espacio personal puede ser mayor o menor en un individuo respecto a otros, atendiendo a factores tales como la cultura, las características personales, y factores circunstanciales tales como el estado de ánimo. También, el sentimiento que se tiene o las reacciones que se producen como consecuencia de la invasión, especialmente de la zona íntima, son diferentes en unos individuos respecto a otros, atendiendo a los mismos factores señalados anteriormente. Irónicamente, el ambiente carcelario hacinado, es una invitación forzosa e inevitable a que ocurra una invasión recíproca de la zona íntima. Indudablemente esta situación ha de tener repercusiones en la estabilidad psicológica y emocional de la cual no podemos imaginar la magnitud. En cuanto al tratamiento de la agresividad en ambientes carcelarios, el concepto de distancia sería el primer elemento diagnóstico a considerar.
Veamos ahora algunas precisiones sobre el término “hacinamiento”. Según el Diccionario de la Real Academia, la palabra hacinar significa “amontonar, acumular, juntar sin orden”. Por extensión, este mismo significado se puede aplicar a lo que ocurre en una cárcel sin suficientes espacios para alojar a la población. Pero el hacinamiento carcelario puede tener una connotación de mayor gravedad si nos situamos desde la perspectiva del espacio personal. No consistiría solamente en definirlo como una gran cantidad de personas compartiendo un espacio reducido, sino, una gran cantidad de personas con percepciones excepcionales de su espacio personal, compartiendo un área, que aunque fuese extensa, las harían sentir incómodas. O sea, que dentro de las poblaciones carcelarias, generalmente existe un gran porcentaje de individuos con trastorno de personalidad antisocial de diversas intensidades, tipología humana que se caracteriza por tener un concepto “inflado” de su espacio personal, a tal punto que su “zona íntima” podría ser el equivalente a la zona pública de las personas comunes. Tal es el caso de los pandilleros, cuya conducta típica es demarcar un territorio físico lo más extenso posible y percibir como una invasión a su espacio íntimo, la presencia de cualquier persona ajena a sus convicciones. Entonces, en la cárcel, las consecuencias de la cercanía física, obligatoriamente se ve catapultada por esta especie de “hipersensibilidad” a la invasión del espacio personal, dando como resultado la, a veces, inexplicable agresividad carcelaria.
A las consideraciones diagnósticas señaladas al principio de este artículo, hay que añadir lo expuesto sobre el espacio personal. Esto nos da una mayor gama de alternativas a aplicar como fórmulas para disminuir las conductas agresivas. Pero en el caso de que necesitemos un programa, como tal, para el tratamiento de la agresividad en aquellos sujetos que no encajan en las excepciones explicadas, podemos recurrir al siguiente esquema de tratamiento, basado en conceptos de los modelos social cognitivo desarrollado por Goldstein & Keller (1991), aprendizaje social de Bandura (1964), conductismo de Skinner (1940), cognitivo de Albert Ellis y Aaron Beck (1976). Como hemos explicado, este programa de tratamiento puede coexistir con tratamientos psicofarmacológicos y psicoterapia individual.
Etapa 1 del programa. Evaluación del problema
Esta etapa del programa se desarrolla en forma individual, mediante la entrevista clínica y le permite al tratante obtener toda la información que luego utilizará en la siguiente etapa del tratamiento. La entrevista se centra directamente en torno a la conducta agresiva que será objeto de tratamiento. Se estimula al sujeto a hablar sobre su conducta y sus particulares formas de razonar en relación al por qué de ella. Se debe ser especialmente cuidadoso a fin de no motivar al sujeto a ocultar sus pensamientos o sentimientos si le abordamos mediante preguntas o actitudes que reflejen algún grado de rechazo, crítica o regaño por las situaciones que narra, por ejemplo, cómo golpeaba a niños menores que él. El interés básico en esta etapa es explorar tres dominios mentales de variables denominados “productos social cognitivos”, “proposiciones esquemáticas”, y “distorsiones en las operaciones cognitivas”, e ir clasificando las ideas expresadas por el sujeto, en alguno de estos dominios de variables.
Se le denomina “productos social cognitivos” a los aprendizajes sociales que llevamos “acumulados” en nuestro interior, y que influyen en la forma en que interpretamos las señales del ambiente, especialmente aquellos aprendizajes que determinan qué interpretamos como amenazante o como no amenazante. El dominio de variables social cognitivas lo conforman los códigos escritos o hablados; los gestos, hábitos y actitudes; las tradiciones, reglas y normas sociales; los accesorios, la vestimenta y otros elementos materiales que llegan a adquirir significados específicos para las personas. La forma de vestir, por ejemplo, o los gestos y ademanes, pueden transmitir significados que se interpretan como amenazas. Los productos social cognitivos suelen identificarse en el individuo, mediante expresiones en la conversación cotidiana, que reflejan sus convicciones personales. Por ejemplo, “dejarme con la palabra en la boca es la mayor ofensa”, “para mí, la traición no se perdona” o “no hay nada que me choque más que un hombre mentiroso”. Las personas agresivas, por lo general, interpretan como amenazantes muchas más situaciones que las personas no agresivas.
Por otra parte, se le denomina “operaciones cognitivas” a las operaciones mentales que realizamos para procesar la información que proviene del ambiente. En estas operaciones interviene la memoria, como fuente primaria de “acumulación” de los productos social cognitivos; la atención y la concentración, como mecanismos primarios de captación de los estímulos del ambiente; y la conceptualización y resolución de problemas como mecanismos primarios para el procesamiento y relación de los estímulos del ambiente con los productos social cognitivos. Las operaciones cognitivas erróneas que, obviamente contribuyen a generar agresividad, suelen identificarse porque en las narraciones del sujeto con las que pretende justificar su proceder agresivo, se distingue una clara incongruencia entre la realidad y su percepción. Por ejemplo, “me molesté porque, evidentemente, su cara me dice que no gusta de mí” o “ese hombre de allá, se la ha pasado mirándome; lo que quiere es problema”. Las personas agresivas tienden a equivocarse con mayor frecuencia, en las operaciones cognitivas, al interpretar los estímulos del ambiente, que las personas no agresivas.
Por último, se denominan “proposiciones esquemáticas” a estructuras cognitivas o esquemas de pensamiento desarrollados por uno mismo, que dirigen nuestra conducta. Actúan como especie de lemas, eslóganes o sentencias y reflejan nuestra convicción personal de cómo debemos actuar ante determinadas situaciones. Estos eslóganes o sentencias se activan en la conciencia del sujeto agresivo al momento que enfrenta la situación interpretada como amenazante, sirviendo como guía de la conducta. En la entrevista con el sujeto agresivo, es fácil detectar estas variables ya que regularmente las expresa en forma de sentencias y las expresa en forma enfática. Por ejemplo, “siempre hay que ir por delante, el que pega primero, pega dos veces”, “hay que imponer respeto”, o “este mundo es del más fuerte”. Las proposiciones esquemáticas de las personas agresivas son, con mayor frecuencia, radicales, sin términos medios e incongruentes, en relación con las de las personas no agresivas.
Etapa 2 del programa. Toma de conciencia del problema
Una vez finalizada la entrevista de cada sujeto, en la que se intentó clasificar la mayor parte de las ideas expresadas por el entrevistado, en uno de los tres dominios de variables, el tratante debe memorizar lo mejor posible esta información. Luego procede a la segunda etapa del programa, la cual es de forma colectiva. Dependiendo de las características de los sujetos, se pueden conformar grupos terapéuticos de 5 a 8 participantes. Evidentemente, previo a esta etapa, los participantes deben haber sido informados de lo que se va a hacer, y haber manifestado su acuerdo.
Con una frecuencia de tres veces por semana, y una duración de 2 horas por sesión, el grupo terapéutico se reúne en torno a una mesa de trabajo donde realizará una actividad manual, para mantener el interés, por ejemplo, el modelado con masilla. En la primera sesión se establecen por escrito las normas de comportamiento. No más de tres. Preferiblemente algunas que tengan que ver con la puntualidad, la obligatoriedad de la asistencia y el compromiso de no agresiones físicas. Estas reglas se negocian en forma colectiva y se pegan a la pared, en un lugar visible.
Durante las dos horas de sesión, el tratante debe alentar u orientar la conversación hacia el problema de agresividad que cada cual confronta y debe hacer señalamientos directos, cada vez que un miembro del grupo comete un acto de agresión. El objetivo de esta etapa es hacer consciente, cada vez, la comisión del acto agresivo de la persona porque, paradójicamente, aunque sabe que agrede, no es consciente de tal acto, toda vez que el proceder con agresividad se ha tornado en un hecho mecánico, automático e inconsciente. El tratante debe reforzar o recompensar a los sujetos cuando empiezan a aceptar tales señalamientos sin resistencia y pasar a la siguiente etapa. Según la responsividad de cada grupo, esta etapa puede tomar de 3 a 5 sesiones.
Etapa 3 del programa. Relación de la conducta agresiva con los diferentes dominios de variables.
En esta etapa del trabajo, el tratante debe ir un paso más allá, cuando hace un señalamiento de una conducta agresiva. Debe solicitar al sujeto que intente explicar qué es lo que él considera que en ese momento lo impulsó a actuar en forma agresiva. (Evidentemente, nos referimos a los productos social-cognitivos, errores en las operaciones cognitivas y proposiciones esquemáticas, variables del sujeto que el tratante debe conocer profundamente). Aquí, debe ser directivo en relación a las respuestas de los sujetos, para orientarlos a que descubran la verdadera causa por sí mismos, causa que ya el tratante debe haber descubierto. Puede emplear la técnica de preguntas del tipo “¿Podría ser que tu pienses que…?” o, “¿No te parece que…?” Igualmente, el tratante debe reforzar o recompensar las respuestas que dé el sujeto señalado, que lo lleven en dirección correcta. Esto puede tardar entre 5 a 8 sesiones. Una vez logrado este objetivo, se procede con la siguiente etapa.
Etapa 3. Cambios en los esquemas cognitivos.
El reconocimiento de los sujetos, de las distorsiones en los productos social-cognitivos, en las operaciones cognitivas y en las proposiciones esquemáticas debe llevarlos a reemplazar estas distorsiones por nuevos productos social-cognitivos, mejores operaciones cognitivas y, consecuentemente, variaciones en las proposiciones esquemáticas. Ahora se le pide a los sujetos que seleccionen estas nuevas formas que desean adoptar y se discuten con el tratante y el resto del grupo. El objetivo de esta etapa del tratamiento es que adopten estas nuevas formas, para lo cual, el tratante recompensará o reforzará al sujeto, cada vez que actúe de forma no agresiva, como consecuencia del nuevo esquema de pensamiento, en situaciones donde antes hubiera actuado en forma agresiva. Esta etapa podría tomar entre 5 a 10 sesiones.
Etapa 4. Generalización de la conducta no agresiva a nuevos ambientes.
Es posible que los sujetos puedan sostener conductas no agresivas sólo en el ámbito terapéutico, con el riesgo de que se desvanezcan una vez finalizado el tratamiento. En esta etapa, el objetivo es generalizar la conducta no agresiva a otros ambientes fuera del entorno terapéutico, tales como las celdas, el patio, o fuera del recinto carcelario. El tratante debe pedirles a los sujetos que hagan un inventario de situaciones, fuera del grupo terapéutico, que pudieran ser motivo de recaída. Luego, les pide escoger una de tales situaciones y proponerse trabajar sobre ella hasta lograr superarla. Así, va trabajando una a una hasta terminar las situaciones inventariadas. El tratante puede valerse de observadores externos al grupo, para monitorear el desenvolvimiento de los sujetos ante las situaciones señaladas.
Observaciones
Para efectos de “reforzar o recompensar” el desempeño de los sujetos en cualquiera de las etapas del tratamiento, puede emplearse el sistema de economía de fichas, que consiste en conceder puntos o boletos por cada desempeño favorable y luego cambiarlos por incentivos o bonificaciones acordados entre los sujetos y el tratante. Son muy útiles la concesión de llamadas telefónicas, horas adicionales de patio, visita, participación en actividades recreativas o la concesión de artículos materiales. Incluso, los incentivos pueden ser negociados entre los sujetos del grupo y el tratante y pueden establecerse tiempos límite para su canje. Por ejemplo, cada ultima sesión de la semana.
Lo descrito con anterioridad es sólo un esquema de tratamiento en el que se han descrito los principios generales sobre los que los se basa. El tratante puede hacer las modificaciones o incorporaciones que considere que serían de utilidad para cada grupo de sujetos en particular.
Bibliografía
1. Berkowitz, Leonard. Agresión, consecuencias y control, Editorial Desclée de Brouwrer S.A., Bilbao, 1996
2. Bernstein, Douglas y Michael Nietzel. Introducción a la psicología clínica, Editorial McGraw-Hill, México, 1982
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6. Echeburúa, Enrique. Personalidades violentas, Ediciones Pirámide, Madrid, 1994
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10. Serrano Pintado, Isabel. Agresividad infantil, Editorial Herder, Barcelona, 1978
11. Bollas, Christopher. La sombra del objeto. Ediciones Pirámide, Madrid, 1996
Excelente artículo, resume de forma sencilla las complejas teorías explicativas acerca de la conducta agresiva, sus orígenes y sus manifestaciones.
Es evidente que la experiencia del autor le ha permitido integrar la teoría a casos específicos, para generar intervenciones efectivas.
El modelo de intervención, propuesto en etapas, permite una clara comprensión del tema y sus aplicaciones en el ámbito carcelario, ya que se toman en cuenta las particularidades de las estructuras cognitivas de los individuos, así como los aspectos relacionados con la convivencia interpersonal en dicho contexto.